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miércoles, 21 de diciembre de 2016

ÉDUCACIÓN MUSICAL UNIVERSITARIA: Una encrucijada difícil.



Por Gustavo Britos Zunín

La Escuela Universitaria de Música y el desafío de cambios profundos. 




Para dominar bien un instrumento y llegar a los niveles que pretendemos alcanzar en un egresado de la EUM, hay que empezar a estudiar a temprana edad, no se puede comenzar a tocar a los 18 años. La educación pública no ofrece esa formación previa, a partir de esa realidad la EUM creó en 1988 el Ciclo de Introducción a la Música (CIM). Es un curso que permite el ingreso a estudiantes que no hayan concluido el bachillerato, se puede entrar con 15 años y el ciclo básico de secundaria terminado. Dura tres años y brinda formación para acceder al nivel de ingreso a nuestras licenciaturas, pero sigue sin resolverse el problema global.” (Leonardo Croatto, director de la EUM)

El problema global que el nuevo Director de la EUM señala es de solución bastante difícil y conviene ver por qué. El obstáculo, en realidad, es que la estructura universitaria preparara universitarios. Es decir, es un sistema pensado para estudiantes que ya han decidido un camino a seguir directo a una profesión definida, como continuación de un nivel básico general anterior.  No puede funcionar para la música, porque no ofrece la preparación a nivel primario, y el Ciclo de Introducción a la Música ha sido tan sólo un paliativo frente a una realidad que comenzó a partir del momento en que el Conservatorio Nacional de Música se transformó finalmente en la Escuela Universitaria de Música. 

Las veleidades de las nomenclaturas.
Las cuestiones de nomenclatura suelen ser de menor importancia, excepto cuando el nombre está asociado indisolublemente a la imposición de una estructura predeterminada, y justamente éste es el caso.

La propia denominación de “Escuela” se contradice con el adjetivo añadido de “Universitaria”. En efecto, se puede establecer la existencia de escuelas de tipo artístico donde los alumnos lo que hacen es aprender todo lo relacionado con una disciplina, como puede ser la música, con una programación docente que va desde lo elemental hacia lo complejo en forma gradual y continua. “Universitario”, en cambio – y vale insistir –  no supone una continuidad, sino una especialización sobre la base de una cultura general previamente adquirida. Salta a la vista que sería más adecuada la existencia de una Escuela Nacional de Música en vez de “universitaria”. Evidentemente, tampoco es coherente una denominación como Conservatorio Universitario de Música, porque un conservatorio no es una universidad – aunque el motivo sea el vínculo con la Universidad de la República. Pero el nombre sería lo de menos, si no fuera por lo que significa en la práctica.

Uruguay tuvo un Conservatorio Nacional de Música, como organismo de la Enseñanza Pública para esta función educativa global, hasta que se decidió sustituirlo por una estructura universitaria sin más alternativa, y he ahí la raíz de las carencias y los baches que señala el Prof. Croatto. Es que en realidad las universidades no aspiran de ninguna manera a solucionar problemas tales como ¿qué hacer para que los niños se interesen en la medicina, la arquitectura, la abogacía, etc., sin que por ello deban convertirse necesariamente en abogados, médicos, ingenieros, etc.? Para eso existe la enseñanza primaria, no las universidades. No se entiende por qué en la música habría que pensar diferente.

O sea, resumiendo lo que quiero decir, el problema que Croatto plantea sería más fácil de solucionar mediante una modernización de la estructura de conservatorio – quizá regresando a la existencia de uno que sea del Estado pero no vinculado a la Universidad de la República – en vez de tratar de forzar el funcionamiento de una estructura que no prevé todas las necesidades de la enseñanza musical. Pero vamos a entendernos bien, no hay por qué negar que pueda existir una Universidad de Música – las hay varias en diferentes países y sobre todo en Estados Unidos – pero todas ellas funcionan estrictamente como tales, es decir, para estudiantes que ya eligieron el camino profesional. 

Dejando de lado las connotaciones.
La palabra “conservatorio” suele asustar como sinónimo de cosa anquilosada, irreversiblemente obsoleta. El nuevo Director de la EUM refleja ese temor cuando dice que si reproducimos modelos que son decimonónicos y para colmo europeos, no estamos ni al día ni con los pies en nuestra realidad, en nuestra cultura”. No sé si el colmo es que sea “europeo”, pues yo haría una pregunta: ¿Por qué desde Uruguay no puede originarse una reforma del modelo decimonónico de un conservatorio? 

No deja de ser interesante mirar el futuro desde ese ángulo, después de observar todas las dificultades y los baches habidos. Que las estructuras de los conservatorios deberían cambiar, modernizarse, ponerse al día para contemplar la posibilidad de que no todo el mundo deba convertirse en un virtuoso y que, además, se encare la formación pedagógica de los futuros profesores y que se incentive el trabajo interdisciplinario, en todo eso estoy totalmente de acuerdo. 

Y se puede decir algo más, todavía, y es que mediante un conservatorio de estructura moderna sería mucho más fácil alcanzar algunos objetivos que el Prof. Croatto describe en estos términos:

Tenemos también algunas puntas interesantes de trabajo con el Centro de Investigación Básica en Psicología (Cibpsi), de Facultad de Psicología, que estudia procesos cognitivos. Desde Taller de Sonido hicimos un proyecto de investigación conjunto en grupos de educación primaria, sobre la incidencia de la formación musical en el rendimiento en matemáticas. Con ese antecedente, ahora estamos pensando en seguir junto con el Cibpsi en una linea de trabajo sobre la relación entre música, lenguajes, procesos cognitivos, procesos creativos, percepción sensorial de lo sonoro e interacción de los diferentes estímulos sensoriales.”

“Los estudiantes de música y de bellas artes tienen formas diferentes de vincularse con sus disciplinas, pero en la medida que vayamos creando espacios de encuentro, creo que vamos a ir generando una nueva cultura artística interdisciplinaria, de manera que el músico entienda que es lindo trabajar con gente de teatro o con gente de bellas artes, que aparecen cosas nuevas, que se estimula la creatividad. Cuando empezás a romper el aislamiento y te vinculás con el teatro, con el audiovisual, con las nuevas tecnologías, con las artes plásticas, se pueden hacer proyectos muy interesantes, pueden surgir cosas que ni siquiera se te ocurren si estás encerrado solamente en la música. La música siempre está presente, con IENBA organizamos el Seminario Internacional de Narrativas Hipertextuales y justamente allí trabajamos con arte sonoro, un concepto que va más allá de la idea clásica de composición y de los medios tradicionales, que pretende incluir las nuevas tecnologías, lo visual, las performances, nuevas formas de expresión que incluyen a la música.”

En 1974 el Conservatorio Nacional de Música pasó a depender de la entonces Facultad de Humanidades y Ciencias, integrándose con el ya existente Instituto de Musicología y pasó a llamarse Conservatorio Universitario de Música. En 1985 el Conservatorio Universitario de Música se separó de la Facultad de Humanidades y Ciencias volviendo a tener el rango de escuela universitaria dependiente del Consejo Directivo Central de la Universidad de la República. Desde entonces lleva el nombre actual de Escuela Universitaria de Música (EUM). Nomenclaturas y cuestiones burocráticas aparte, si nos atenemos a la definición estricta de qué es un conservatorio: “Institución donde se conservan y promuevan las artes”, es bastante fácil entender que, como estructura, es la más flexible de todas y la que mejor se adapta a los fines educativos en la música. 

NOTA: La fuente del presente artículo es una nota de la Universidad de la República publicada en http://www.universidad.edu.uy/prensa/renderItem/itemId/39985/refererPageId/12 titulada “Con Leonardo Croatto, director de la EUM: Hay una «altísima demanda de música» en la sociedad” el 20 de diciembre de 2016.

sábado, 3 de diciembre de 2016

NO PENSAR NI EQUIVOCADO. ¿UNA CUALIDAD DEL SUBDESARROLLO?


Por Gustavo Britos Zunín

 ¿En vías de desarrollo?


Cuando nos deleitamos escuchando la perfección de alguna gran orquesta sinfónica, o admiramos el virtuosismo de algún gran solista, un director de orquesta excepcional o un gran cantante de ópera, o nos atrapa la obra de algún compositor que cambió el rumbo de la historia de la música, muy rara vez sospechamos cuánto profesionalismo y tenacidad hay detrás de todos los casos. Tampoco solemos pensar que quizá esté ahí el secreto de la alta calidad, y en cambio se la atribuimos al desarrollo de los países de origen.

Si hablamos de profesionalismo y tenacidad, se puede entender fácilmente que éstas han sido las características de todos los grandes inventores de la historia y también de los grandes artistas, pues cuando alguien se sumerge de lleno en una actividad también piensa mucho, y eso le lleva con naturalidad a ser creativo. Es muy difícil que caiga en el anquilosamiento rutinario, incluso si trabaja en equipo con grupos de personas que cooperan. Obviamente, no es el caso de alguien que esté también dedicado de lleno a una actividad, pero como seguidor de alguna corriente ya establecida, porque ahí no hay nada nuevo en que pensar – y si lo hubiera sería un error.


Si sospechamos que de todos modos esto tiene mucho que ver con el desarrollo, no está mal prevenirse contra muchos eufemismos alrededor del concepto, y uno de esos eufemismos merecería especial atención: el que nos califica como países “en vías de desarrollo” – pues “subdesarrollados” suena a insulto. ¿Estaría fuera de lugar preguntarnos por qué nos sentiríamos insultados? ¿De dónde parten esas vías y hacia dónde nos conducen?

Para entender un asunto bastante complicado, vayamos de lo general a lo particular para ver, después, cuáles están siendo las vías del desarrollo en nuestra región, incluso en la cultura, y juzgar. 

La innovación está de moda.


“Innovación”: uno de los tantos términos a la moda para señalar la condición inequívoca para el desarrollo. Una condición que convertida en meta se hace pedazos no bien un técnico o un científico emigran hacia el mundo “desarrollado” para desarrollar (valga la redundancia) las aptitudes que cada uno tiene, es decir, para pasar a contribuir allá a que el modelo que aquí perseguimos incansablemente siga su curso delantero natural. Mientras tanto, seguimos exportando cerebros y tratando de estar al día con “el mundo” – como se dice – importando ilusiones de modernidad, a saber: Si en el mundo surge una industria nueva hay que traerla sin pensar dos veces, para no estar atrasados, pero, si al cabo de unos años se ve que esa misma industria contamina el medio ambiente, como en el mundo ya se toman medidas tenemos que empezar a cuidar el medio ambiente. Si en el mundo se expande un modelo económico podemos “perder el tren” si no nos apuramos, y copiamos el modelo inmediatamente pero… ¿y qué haremos si termina generando miseria? Nos quedaremos esperando atónitos a ver qué solución llegará desde el mundo, antes de nosotros pensar en algo que podría ser una metida de pata. El ridículo puede llegar a extremos tan insólitos como introducir un lenguaje extraño, pero que suene “actualizado”, y no sería raro, por ejemplo se me ocurre ahora, ver el esfuerzo denodado de algún que otro agricultor latino tratando de modernizarse antes de decidir si plantará tomates o zanahorias, considerando elementos tan importantes como el “timing”, definir el “target”, aprender la conveniencia del “aggregation” o ver cuándo o por qué hacer un “backfurrowing” y cosas por el estilo.

Vayamos ahora a la cultura.

Se entiende que con tan extrema dependencia de todo lo que ya se inventó en otra parte del mundo, no carece de lógica la aparición de los propulsores de una “identidad” que no sea ajena. La cultura parece ser el campo más propicio para esta búsqueda. Y el arte queda en primer lugar, porque apunta hacia la subjetividad de las personas. De este modo la palabra “cultura” va derecho a ser un enredo más, porque el concepto ha sido tan vapuleado que ya resulta cada vez más arduo definir de qué se trata. ¿Es la tradición de los pueblos? ¿Es un concepto universalista? ¿Es acaso amontonar una cantidad respetable de conocimiento en la era de las comunicaciones? ¿Puede ser algo que defina la inteligencia de la gente? ¿Hace falta realmente un nivel alto de cultura para ser artista? Enfrascados en esas discusiones – que también las hay en el mundo (y no hay que quedarse atrás) – no percibimos que así tampoco estamos iniciando algún intercambio novedoso de ideas.

Nada de lo dicho quiere negar la importancia de aprender, de integrarse e incluso de seguir ejemplos, si son buenos. El problema es que es muy feo reconocer que se está empantanado en la zona más confortable del pensamiento, o sea en donde predomina una actitud seguidora acompañada de una desconfianza crónica hacia cualquier innovación real que aquí pudiera surgir, o ante cualquier cambio en las directrices ya trazadas incluso desde hace largos años. Y siempre hay un pretexto Nº 1 para que así sea: ¡falta dinero! – aunque se gasten millones en aplicar ideas y proyectos originados en otras partes – y no es la primera vez, ni será la última, que se pregunte ¿por qué no concederle igual entusiasmo a las innovaciones que aquí mismo pudieran originarse? ¿Es que nos falta criterio para juzgar y decidir?

La “identidad” a la orden de día.


Se dice, no sin razón, que es a través del arte como se identifica mejor a un pueblo y hasta una civilización. ¿Qué se dice acerca de la música? En ella también hablamos de la “identidad”, por supuesto, pero ¿cómo la queremos definir? ¿Es posible pensar en innovar en la estética, la armonía, la orquestación y hasta en los sistemas de enseñanza? Más que responder a estas preguntas, con respuestas que seguramente más de uno tendrá a flor de labios, partamos de un hecho: desde 1492 nos convertimos en herederos de una cultura musical de raíces muy remotas en el tiempo, y eso todos lo sabemos por cierto, pero pareciera que aquello ha terminado por crearnos un trauma, el de no habérsenos ocurrido crear ni siquiera el atonalismo, que fue una idea venida después de cuántas innovaciones estéticas habidas y por haber se hicieron usando la escala diatónica, el cromatismo y los acordes de terceras. Y así es que cuando un compositor va a “perfeccionarse”, sin duda en Europa, Rusia o Estados Unidos, no hace otra cosa que absorber todo lo que ya ha sido creado y hasta discutido por otros, y eso mismo se reflejará en su trayectoria creadora de ahí en adelante según en qué época hubiera hecho el viaje. Al regreso, viene convertido en Maestro. Repitiendo hemos tenido de todo un poco, desde barrocos, románticos, clasicistas o nacionalistas, impresionistas y hasta discípulos de la Escuela de Viena. Todo con cierto retraso, pero siempre supimos cómo ponernos al día con lo que se hace en “el mundo”. Hoy todos nuestros conservatorios y universidades de música siguen un mismo modelo para obligar a que los estudiantes aprendan cuanto ya fue pensado y creado antes, y punto.

Entonces la cuestión de la “identidad” musical adquiere cierta fuerza opositora, pero, en la práctica se termina excluyendo todo lo que no sea “nuestro” en aras de una depuración, una actitud que lleva derecho a discusiones consabidas acerca de qué es la cultura. Se pierde la perspectiva de la relatividad de las expresiones artísticas, y hasta se puede llegar a no ver que eso que llamamos nuestra “identidad” pueda quizá ser visto en el mundo tan sólo como música interesante dentro del nacionalismo – o regionalismo – musical que, para variar, fue una corriente iniciada en el Viejo Mundo allá a mediados del siglo XIX. Naturalmente, no hay nada en contra de quien se inspire en la música regional para componer música académica y cuando sea, el resultado puede ser genial aún hoy día, pero no creamos que con eso basta para decir que se ha innovado, que ha nacido una nueva etapa en la historia de la música y que tal cosa nos identifica.

No es posible escapar, ni siquiera cuando hay excepciones a la regla. No, porque las excepciones - y las hay - deben necesariamente ser primero probadas y aprobadas en el mundo antes de que podamos reconocer el valor que tienen. Tener éxito por lo menos en un país “importante” es “La” condición para decir - con mucho orgullo, eso sí - que produjimos algo de valor. Es una costumbre trágica y de consecuencias graves. Donde no se piensa ni equivocado para imaginar algo nuevo, si alguien lo hiciese deberá enfrentarse a los ciegos que ven solamente si desde lejos les abren los ojos de la mente. Sea en la investigación científica, en la industria o el comercio, la educación o la cultura, hay algo que todavía no nos hemos percatado: en el mundo se le da prioridad a las iniciativas propias sin que ello signifique encerrarse en el ostracismo de nacionalismos trasnochados. Aquí se hace siempre todo lo contrario. 

¿Hacia dónde vamos entonces? Ya aceptamos que el modelo a seguir no puede ser otro que el heredero del concepto de los tres “Mundos” de los años 50, donde nosotros quedábamos ubicados en el tercer lugar. La ONU nos proponía entonces, como meta, alcanzar el nivel del Primer Mundo y todas las cualidades de desarrollo que ya lo definían. Y de ahí nació el calificativo de países en vías de desarrollo, vale decir, países a los que les falta aún casi todo por aprender y necesitan mucha ayuda y solidaridad internacional. Por varias razones que ahora no vienen al caso, aquella estructura tripartita ya es anacrónica pero el modelo no sólo persiste, sino que también persiste nuestra ilusión de alcanzarlo dejando a un lado pensar en cómo generar y materializar ideas propias. 

En los carriles de estas vías vamos moviéndonos en dirección a la locomotora que arrastra sus vagones que jamás la alcanzarán, aunque algunos la sigan más de cerca o de lejos. Algunos pasajeros consiguen pasar las fronteras de los vagones y miran hacia atrás, no sin cierta nostalgia y una punzante sensación de fracaso que no siempre saben explicar.