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sábado, 3 de diciembre de 2016

NO PENSAR NI EQUIVOCADO. ¿UNA CUALIDAD DEL SUBDESARROLLO?


Por Gustavo Britos Zunín

 ¿En vías de desarrollo?


Cuando nos deleitamos escuchando la perfección de alguna gran orquesta sinfónica, o admiramos el virtuosismo de algún gran solista, un director de orquesta excepcional o un gran cantante de ópera, o nos atrapa la obra de algún compositor que cambió el rumbo de la historia de la música, muy rara vez sospechamos cuánto profesionalismo y tenacidad hay detrás de todos los casos. Tampoco solemos pensar que quizá esté ahí el secreto de la alta calidad, y en cambio se la atribuimos al desarrollo de los países de origen.

Si hablamos de profesionalismo y tenacidad, se puede entender fácilmente que éstas han sido las características de todos los grandes inventores de la historia y también de los grandes artistas, pues cuando alguien se sumerge de lleno en una actividad también piensa mucho, y eso le lleva con naturalidad a ser creativo. Es muy difícil que caiga en el anquilosamiento rutinario, incluso si trabaja en equipo con grupos de personas que cooperan. Obviamente, no es el caso de alguien que esté también dedicado de lleno a una actividad, pero como seguidor de alguna corriente ya establecida, porque ahí no hay nada nuevo en que pensar – y si lo hubiera sería un error.


Si sospechamos que de todos modos esto tiene mucho que ver con el desarrollo, no está mal prevenirse contra muchos eufemismos alrededor del concepto, y uno de esos eufemismos merecería especial atención: el que nos califica como países “en vías de desarrollo” – pues “subdesarrollados” suena a insulto. ¿Estaría fuera de lugar preguntarnos por qué nos sentiríamos insultados? ¿De dónde parten esas vías y hacia dónde nos conducen?

Para entender un asunto bastante complicado, vayamos de lo general a lo particular para ver, después, cuáles están siendo las vías del desarrollo en nuestra región, incluso en la cultura, y juzgar. 

La innovación está de moda.


“Innovación”: uno de los tantos términos a la moda para señalar la condición inequívoca para el desarrollo. Una condición que convertida en meta se hace pedazos no bien un técnico o un científico emigran hacia el mundo “desarrollado” para desarrollar (valga la redundancia) las aptitudes que cada uno tiene, es decir, para pasar a contribuir allá a que el modelo que aquí perseguimos incansablemente siga su curso delantero natural. Mientras tanto, seguimos exportando cerebros y tratando de estar al día con “el mundo” – como se dice – importando ilusiones de modernidad, a saber: Si en el mundo surge una industria nueva hay que traerla sin pensar dos veces, para no estar atrasados, pero, si al cabo de unos años se ve que esa misma industria contamina el medio ambiente, como en el mundo ya se toman medidas tenemos que empezar a cuidar el medio ambiente. Si en el mundo se expande un modelo económico podemos “perder el tren” si no nos apuramos, y copiamos el modelo inmediatamente pero… ¿y qué haremos si termina generando miseria? Nos quedaremos esperando atónitos a ver qué solución llegará desde el mundo, antes de nosotros pensar en algo que podría ser una metida de pata. El ridículo puede llegar a extremos tan insólitos como introducir un lenguaje extraño, pero que suene “actualizado”, y no sería raro, por ejemplo se me ocurre ahora, ver el esfuerzo denodado de algún que otro agricultor latino tratando de modernizarse antes de decidir si plantará tomates o zanahorias, considerando elementos tan importantes como el “timing”, definir el “target”, aprender la conveniencia del “aggregation” o ver cuándo o por qué hacer un “backfurrowing” y cosas por el estilo.

Vayamos ahora a la cultura.

Se entiende que con tan extrema dependencia de todo lo que ya se inventó en otra parte del mundo, no carece de lógica la aparición de los propulsores de una “identidad” que no sea ajena. La cultura parece ser el campo más propicio para esta búsqueda. Y el arte queda en primer lugar, porque apunta hacia la subjetividad de las personas. De este modo la palabra “cultura” va derecho a ser un enredo más, porque el concepto ha sido tan vapuleado que ya resulta cada vez más arduo definir de qué se trata. ¿Es la tradición de los pueblos? ¿Es un concepto universalista? ¿Es acaso amontonar una cantidad respetable de conocimiento en la era de las comunicaciones? ¿Puede ser algo que defina la inteligencia de la gente? ¿Hace falta realmente un nivel alto de cultura para ser artista? Enfrascados en esas discusiones – que también las hay en el mundo (y no hay que quedarse atrás) – no percibimos que así tampoco estamos iniciando algún intercambio novedoso de ideas.

Nada de lo dicho quiere negar la importancia de aprender, de integrarse e incluso de seguir ejemplos, si son buenos. El problema es que es muy feo reconocer que se está empantanado en la zona más confortable del pensamiento, o sea en donde predomina una actitud seguidora acompañada de una desconfianza crónica hacia cualquier innovación real que aquí pudiera surgir, o ante cualquier cambio en las directrices ya trazadas incluso desde hace largos años. Y siempre hay un pretexto Nº 1 para que así sea: ¡falta dinero! – aunque se gasten millones en aplicar ideas y proyectos originados en otras partes – y no es la primera vez, ni será la última, que se pregunte ¿por qué no concederle igual entusiasmo a las innovaciones que aquí mismo pudieran originarse? ¿Es que nos falta criterio para juzgar y decidir?

La “identidad” a la orden de día.


Se dice, no sin razón, que es a través del arte como se identifica mejor a un pueblo y hasta una civilización. ¿Qué se dice acerca de la música? En ella también hablamos de la “identidad”, por supuesto, pero ¿cómo la queremos definir? ¿Es posible pensar en innovar en la estética, la armonía, la orquestación y hasta en los sistemas de enseñanza? Más que responder a estas preguntas, con respuestas que seguramente más de uno tendrá a flor de labios, partamos de un hecho: desde 1492 nos convertimos en herederos de una cultura musical de raíces muy remotas en el tiempo, y eso todos lo sabemos por cierto, pero pareciera que aquello ha terminado por crearnos un trauma, el de no habérsenos ocurrido crear ni siquiera el atonalismo, que fue una idea venida después de cuántas innovaciones estéticas habidas y por haber se hicieron usando la escala diatónica, el cromatismo y los acordes de terceras. Y así es que cuando un compositor va a “perfeccionarse”, sin duda en Europa, Rusia o Estados Unidos, no hace otra cosa que absorber todo lo que ya ha sido creado y hasta discutido por otros, y eso mismo se reflejará en su trayectoria creadora de ahí en adelante según en qué época hubiera hecho el viaje. Al regreso, viene convertido en Maestro. Repitiendo hemos tenido de todo un poco, desde barrocos, románticos, clasicistas o nacionalistas, impresionistas y hasta discípulos de la Escuela de Viena. Todo con cierto retraso, pero siempre supimos cómo ponernos al día con lo que se hace en “el mundo”. Hoy todos nuestros conservatorios y universidades de música siguen un mismo modelo para obligar a que los estudiantes aprendan cuanto ya fue pensado y creado antes, y punto.

Entonces la cuestión de la “identidad” musical adquiere cierta fuerza opositora, pero, en la práctica se termina excluyendo todo lo que no sea “nuestro” en aras de una depuración, una actitud que lleva derecho a discusiones consabidas acerca de qué es la cultura. Se pierde la perspectiva de la relatividad de las expresiones artísticas, y hasta se puede llegar a no ver que eso que llamamos nuestra “identidad” pueda quizá ser visto en el mundo tan sólo como música interesante dentro del nacionalismo – o regionalismo – musical que, para variar, fue una corriente iniciada en el Viejo Mundo allá a mediados del siglo XIX. Naturalmente, no hay nada en contra de quien se inspire en la música regional para componer música académica y cuando sea, el resultado puede ser genial aún hoy día, pero no creamos que con eso basta para decir que se ha innovado, que ha nacido una nueva etapa en la historia de la música y que tal cosa nos identifica.

No es posible escapar, ni siquiera cuando hay excepciones a la regla. No, porque las excepciones - y las hay - deben necesariamente ser primero probadas y aprobadas en el mundo antes de que podamos reconocer el valor que tienen. Tener éxito por lo menos en un país “importante” es “La” condición para decir - con mucho orgullo, eso sí - que produjimos algo de valor. Es una costumbre trágica y de consecuencias graves. Donde no se piensa ni equivocado para imaginar algo nuevo, si alguien lo hiciese deberá enfrentarse a los ciegos que ven solamente si desde lejos les abren los ojos de la mente. Sea en la investigación científica, en la industria o el comercio, la educación o la cultura, hay algo que todavía no nos hemos percatado: en el mundo se le da prioridad a las iniciativas propias sin que ello signifique encerrarse en el ostracismo de nacionalismos trasnochados. Aquí se hace siempre todo lo contrario. 

¿Hacia dónde vamos entonces? Ya aceptamos que el modelo a seguir no puede ser otro que el heredero del concepto de los tres “Mundos” de los años 50, donde nosotros quedábamos ubicados en el tercer lugar. La ONU nos proponía entonces, como meta, alcanzar el nivel del Primer Mundo y todas las cualidades de desarrollo que ya lo definían. Y de ahí nació el calificativo de países en vías de desarrollo, vale decir, países a los que les falta aún casi todo por aprender y necesitan mucha ayuda y solidaridad internacional. Por varias razones que ahora no vienen al caso, aquella estructura tripartita ya es anacrónica pero el modelo no sólo persiste, sino que también persiste nuestra ilusión de alcanzarlo dejando a un lado pensar en cómo generar y materializar ideas propias. 

En los carriles de estas vías vamos moviéndonos en dirección a la locomotora que arrastra sus vagones que jamás la alcanzarán, aunque algunos la sigan más de cerca o de lejos. Algunos pasajeros consiguen pasar las fronteras de los vagones y miran hacia atrás, no sin cierta nostalgia y una punzante sensación de fracaso que no siempre saben explicar.  


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